07/10/2025

La riada de San Wenceslao: ¿hemos aprendido algo?

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Hace trece años, en la comarca del Guadalentín «el agua volvió con los papeles bajo el brazo», como dicen los vecinos de la zona. El 28 de septiembre de 2012, día de San Wenceslao, un año y medio después de los terremotos que destruyeron el casco urbano de Lorca, el agua hizo lo propio con las fincas y las huertas, con un balance de una decena de muertos. Entre ellos, Juan Asensio, un vecino de La Estación que perdió la vida al tratar de rescatar a dos niños y un abuelo que estaban siendo arrastrados por la riada, y que logró en efecto salvar a uno de los menores antes de que el agua se lo llevase a él; y Bartolo García, un compañero fotógrafo que salió en su moto a jugarse la vida por informar a sus vecinos y, por desgracia, la acabó perdiendo en un stop en la carretera de Purias.

Las ramblas de Nogalte, Béjar, La Torrecilla, Biznaga, Lébor, el Hornillo, las Culebras, el río Guadalentín... no pudieron dar abasto a desaguar todo el caudal que fue bajando de las montañas: una catarata mezclada con matorrales y cañizo que llegó a taponar algunos puentes, y que en algunos puntos cambió por completo el paisaje. La riada llegó muchísimo más lejos: segó vidas en Sangonera la Verde, y una pareja de Águilas falleció ya en la provincia de Almería.

La autovía de Lorca quedó cortada a la altura del polígono Saprelorca, cuando el agua logró soltar del suelo los pilares que la sostenían; en su momento se dijo que en aquella zona se habían hecho excavaciones irregulares, quitándole apoyo a los cimientos. La autopista de Cartagena a Vera también quedó cortada por una causa similar; la riada también arrastro los raíles del ferrocarril. Andalucía quedó prácticamente incomunicada con el Levante español.

Por su parte, la vía rápida de Lorca a Águilas hizo de embalse, impidiendo que el Guadalentín desaguara con normalidad y haciendo subir el nivel del agua; algunos residentes próximos al puerto de Purias tuvieron que ser rescatados usando tractores, lanchas e incluso helicópteros.

Cuando las aguas bajaron, el panorama resultó dantesco. Coches volcados en las ramblas o en medio del campo; los servicios de rescate encontrando cuerpos sin vida a kilómetros de distancia; casas vaciadas por la fuerza del agua; todo el ganado, cerdos, vacas, gallinas, ovejas, ahogados en el interior de granjas y cebaderos, mientras los ganaderos empezaban a ver hasta dónde les podía cubrir el seguro...

La llegada de la tormenta al casco urbano de Lorca nos encontró a mi familia y a mí dentro del coche, cruzando el puente del Eroski, sobre el Guadalentín; fue como si nos hubiésemos metido en un túnel de lavado. El golpeteo habitual de las gotas de lluvia se convirtió al instante en un chorro interminable, que ni siquiera se podía despejar poniendo los limpiaparabrisas a la máxima potencia. Recorrí la avenida de Europa a muy poca velocidad, con todas las luces y los intermitentes de emergencia, pensando en subir el coche a la acera y quedarnos allí si aquel desastre no paraba. Viendo que había poco tráfico, logré encarar la cuesta de Los Ángeles, tan empinada que siempre me reía diciendo que había que subirla con un sherpa; el agua bajaba hecha un río, pero aquella cuesta nos salvó de males mayores. Nosotros vivíamos al final, pegados a un cabezo del que bajaba el agua convertida en arroyos rojos, de tierra color sangre; cuando le di al mando a distancia, entré en el garaje y pudimos quedar a resguardo, se me saltaron las lágrimas de alivio. Otras familias no tuvieron tanta suerte.

En aquella época vivíamos en un ático con puertas ventanas por las que ya empezaban a colarse los primeros hilillos de agua, porque los sumideros de la terraza no daban abasto. Cogí un destornillador, salí a la terraza y busqué bajo el agua el primer desaguadero; tuve un momento de enfado cuando vi a mi hija, que tenía poco más de un año, saltando bajo la lluvia, convertida en un muñeco Michelin por el pañal que había absorbido todo el agua posible. Metí a la nena dentro de la casa, avancé por la terraza haciendo pequeñas olas y logré soltar el primer sumidero. No se me olvidará jamás el ruido profundo, de succión, que hizo cuando empezó a dejar pasar el agua. 

Hacía escasamente un mes que había cerrado la televisión autonómica, en la que yo trabajaba; las yemas de los dedos me escocían de ganas de escribir para contarle a la ciudadanía lo que estaba pasando, como habíamos hecho durante los terremotos de Lorca. Mi correo electrónico no paraba de recibir mails de las instituciones más diversas, aportando información oficial, mientras el teléfono se me llenaba de mensajes directos de mis propias fuentes. Al igual que hicieron muchos otros compañeros y compañeras recién aterrizados en la cola del paro, me abalancé sobre las redes sociales, Twitter, Facebook, mi propio blog personal, para poder transmitirle a nuestros seguidores aquella información que nos seguía llegando, pero que no podíamos canalizar a través de un medio de comunicación.

En los días siguientes cogí el coche y me recorrí algunos de los puntos de la comarca, Águilas, La Torrecilla, El Esparragal, el Cabezo de la Jara, sacando algunas fotos que hoy, trece años más tarde, quiero compartir con todos vosotros; para que recordemos aquel drama y, sobre todo, para que seamos muy conscientes de lo que tenemos entre manos.

Cuando se va a cumplir un mes de la dana que se llevó cientos de vidas en Valencia y otras provincias, estas fotos quieren recordar mínimamente el poder destructivo de las fuerzas de la naturaleza y darnos un toque de atención. Es un hecho que el cambio climático está provocando que el tiempo sea cada vez más adverso y sus consecuencias más devastadoras. Es un hecho que hay tornados y nevadas en sitios donde antes no los había, que las temperaturas se están elevando en general, convirtiendo el Mediterráneo en una sopa de dimensiones continentales, una bomba de relojería cuando llega el aire frío del otoño.

Frente al furor de la naturaleza, es un delito construir en ramblas y zonas inundables, trazar calles o autovías sin respetar los cauces —por muy secos que estén, por muchos años que haga que no se inundan—; es una negligencia muy grave dejar los ríos y las ramblas llenas de maleza, de ramas, convertirlas en escombreras; es un delito forzar a los trabajadores a que continúen en sus puestos de trabajo cuando hay alerta roja; por nuestra parte, nosotros, los ciudadanos de a pie, también debemos protegernos: no debemos aparcar el coche en cualquier lugar, salir en plena tormenta a hacernos un selfie, ni arriesgarnos a cruzar ramblas aunque el agua parezca que solo cubre un par de palmos. 

La riada de Puerto Lumbreras de 1973, la pantanà valenciana del 82, la riada de San Wenceslao de hace trece años, o la dana del pasado puente de Todos los Santos, deben ser recordatorios permanentes de que no podemos permitirnos el lujo de vivir de espaldas a la naturaleza. Como decía al principio, el agua siempre vuelve con los papeles bajo el brazo, a reclamar: «este terreno es mío»; caiga quien caiga.

 

Antonio Marcelo

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