18/04/2019

Lidice: crónica de una matanza

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Este artículo tiene su origen en la foto que podéis ver. Dos mujeres que se cogen de las manos; es fácil darse cuenta de que son madre e hija. La madre está sonriendo, pero la suya no es una sonrisa franca, no es una carcajada abierta como correspondería a quien acaba de reencontrarse con su hija después de cuatro años; la madre de Maria Dolezalova ya no tiene fuerzas ni siquiera para incorporarse y darle un abrazo a su pequeña, que fue secuestrada por los nazis, porque ha pasado un año desde que la madre fue liberada por los soviéticos del campo de concentración de Ravensbrück acusada del delito de haber vivido en un pueblo de la República Checa llamado Lidice.

Todo comenzó en las calles de Praga, a una veintena de kilómetros de la aldea de Lidice, el 27 de mayo de 1942. El dirigente nazi Reinhard Heydrich, número dos de las SS por debajo de Himmler, circulaba en su coche oficial por las calles de la capital checa, sometida completamente a su voluntad, cuando dos guerrilleros vinculados a la Resistencia de ese país pero adiestrados y coordinados desde Londres abrieron fuego contra su coche. Heydrich, aquella fiera alta, delgada, rubia, arquetipo de ario puro pero con sangre judía en sus venas, quedó malherido; aun así logró salir del coche y sacar la pistola para repeler la agresión, tratando de matar como el escorpión de la fábula, pero las heridas eran demasiado graves. Fue hospitalizado, recibió las mayores atenciones que se podía prestar a una persona en el Reich nazi, pero, amigos, la carne es carne y la sangre es sangre: por mucho que los nazis quisieran hacer distinciones, a la hora de la verdad a aquel superhombre se le infectaron las heridas como al judío más ortodoxo de las profundidades de un gueto, por lo que murió el 4 de junio, una semana después.

            Regresemos sobre la foto del principio. Tendida en la cama, moribunda –le quedan solamente unos meses de vida–, una mujer de mediana edad tirando a joven, con un pañuelo sobre la cabeza al estilo campesino, como llevaban nuestras abuelas cuando nosotros éramos niños. La adolescente que la mira está guardando un poco las distancias; parece que no se atreve a tocarla y parece que la foto la ha pillado con la boca abierta para decir algo. Algunos balbuceos, ya que después de cuatro años de separación Maria era incapaz de recordar el idioma checo de su infancia y su madre, una sencilla campesina checa, no entendía el alemán.

            El 9 de junio de 1942 era martes. Aquella mañana, como todas las demás, Maria y sus padres se levantarían temprano e irían a hacer sus tareas cotidianas. La nena, al colegio; los padres, a atender el ganado, quizás él iría al taller y ella se quedaría ocupándose de las tareas de su casa con su madre... una jornada más en un pueblo que llevaba cuatro años sometido a los alemanes, pero que por el momento estaba alejado de la guerra que se libraba a las puertas de Moscú y Stalingrado, a cerca de 2.000 kilómetros de allí.

            Podemos seguir imaginando la escena en casa de Maria y sus padres, la vuelta de la escuela, la comida hirviendo en la cocina, el padre aseándose un poco junto al pozo... y después quizás un poco de siesta o de charla frente a la chimenea mientras se disponían a acometer las tareas de la tarde, recoger el ganado del campo, arreglar el tejado del cobertizo, acercarse a la casa de un vecino, y en el caso de Maria quizás ir a jugar un poco con sus primas...

            Y en ese momento llegaron los alemanes.

            Rabioso por la muerte de aquel ario de laboratorio –aunque de sangre tan mezclada como la de millones de alemanes con carnet del Partido Nazi–, estupefacto ante la insólita rebelión por parte de un país que había sido de los primeros en ser devorado por su imperio milenario, y posiblemente muerto de miedo en su fuero interno, Adolf Hitler ordenó que las represalias contra los checos fueran brutales. En los días posteriores al atentado se fusiló a miles de checos; hasta que en un momento dado alguno de los cerebros calientes de la Gestapo encontró una mínima relación entre el atentado contra Heydrich y la aldea de Lidice. Hoy en día los historiadores no se ponen de acuerdo sobre cuál pudo ser el hilo del que tiraron los nazis para poder llegar a Lidice, un pueblo donde vivían medio millar de personas.

            En todo caso, el 9 de junio se celebró en Berlín el segundo funeral de Estado por Heydrich, y después de la ceremonia los nazis destacados en el área de Praga recibieron la confirmación de una orden directa de Hitler: el pueblo de Lidice debía ser arrasado hasta los cimientos, y toda su población debía ser exterminada.

Hubo un momento en casa de la familia de Maria Dolezalova en que todo cambió para siempre. De repente, un sobresalto. Pudo ser el motor de los camiones, un claxon, los ladridos de los nazis; enseguida, como el resto de habitantes de Lidice, recibieron la orden de hacer un ligero equipaje y se preparasen para ser deportados. Imaginemos la situación, la madre y la abuela buscando ansiosas maletas, cestas, sábanas viejas con las que hacer un fardo... el padre reuniendo los objetos de valor, el dinero, las herramientas de su trabajo... dudando si recoger el ganado que aún seguía pastando o dejarlo libre porque sabe Dios qué les iba a pasar, qué iban a hacer aquellos alemanes con él, con su mujer y con su hija de 10 años, que esa noche no iba a poder dormir en su camita sino en algún vagón de tren...

Los habitantes de Lidice no ofrecieron la menor resistencia; eran unos pocos cientos de agricultores y artesanos enfrentados a las tropas curtidas, bien armadas y entrenadas de los nazis. Era ya noche cerrada cuando todos los vecinos estuvieron reunidos, quizás en la plaza principal, o en alguno de los campos, rodeados de coches y camiones, con los focos encendidos y las ametralladoras apuntándoles. Entonces los alemanes procedieron a separar a las familias: los hombres mayores de 15 años a un lado, las mujeres y los niños pequeños al otro. Maria se despidió de su padre para siempre.

Los 192 hombres de Lidice fueron encerrados en diferentes graneros, las mujeres y los niños fueron llevados a otros recintos. Durante toda la noche ellas pudieron escuchar las ráfagas de disparos y los gritos de sus maridos, hermanos e hijos, que fueron fusilados de manera sistemática por los alemanes.

A la mañana siguiente las mujeres y los niños fueron sacados del pueblo, un cansado, temeroso y triste rebaño de personas que recorrió las calles de Lidice, pasó por delante de sus propios hogares viendo cómo los nazis le prendían fuego a los graneros donde yacían sus seres queridos. Las órdenes de Hitler fueron cumplidas a rajatabla, y durante los días siguientes escuadras de soldados y policías se dedicaron a echar abajo los muros de las casas y a prenderles fuego, después de haberlas saqueado. Hay fotos y vídeos de aquellos momentos, y en algunas aparecen los soldados sonriendo y bromeando mientras hacen su trabajo.

Tras escuchar cómo fusilaban a sus maridos, las madres de Lidice tuvieron que enfrentarse a otra medida quizás más desgarradora: los nazis las metieron en vagones de ganado para llevárselas a los campos de concentración, pero antes las separaron de sus hijos. Las 203 mujeres adultas acabaron en el campo de Ravensbrück, un centenar de kilómetros al norte de Berlín; los niños fueron llevados a Chelmno, uno de los campos de exterminio ubicados en la Polonia ocupada, donde fueron asesinados en las cámaras de gas. Un campo, dicho sea de paso, que se construyó dentro de un plan nazi llamado «la Operación Reinhard», ya que su máximo coordinador era aquel Reinhard Heydrich al que acababan de asesinar. La Resistencia no había quitado de en medio a un corderito.

Mientras los cuerpos de sus padres eran quemados en el interior de los graneros de Lidice, mientras sus madres se alejaban de ellos en las condiciones que sólo podemos imaginar, aquellos 90 niños fueron inspeccionados con atención por los nazis, que al final decidieron que siete de ellos eran tan rubitos, tenían los ojos tan azules, que en vez de asesinarlos podrían entregárselos a familias alemanas para que los criasen como auténticos arios.

Por eso Maria Dolezalova salvó la vida. Porque a los nazis les era más útil viva que convertida en cenizas. Pasó los siguientes cuatro años en casa de una familia alemana apellidada Schiller, echando de menos a sus padres mientras era forzada a olvidarse de su pasado, pero cómo olvidarse de Lidice y de sus papás.

Cuando acabó la guerra, Maria, por aquel entonces la adolescente grandona que vemos en la foto, pudo contactar con una organización que estaba volcada en la búsqueda de los niños raptados por los nazis. Posiblemente el hombre que aparece reflejado en la ventana fue el encargado de llevarla, un día de agosto de 1946, al hospital de Praga en el que su madre estaba luchando por recuperarse. Y ahí están las dos: una joven que no acaba de abrazar a esa mujer a la que tanto ha echado de menos pero cuyas palabras de amor en idioma checo es incapaz de comprender; una madre atónita, demasiado castigada como para que la inmensa alegría de recobrar a su hija pueda sanarle el alma.

La madre de Maria murió a los cuatro meses de la fotografía; ella se crió con una tía suya. A finales de 1947 testificó en uno de los juicios de Nuremberg contra varios responsables de la política racial nazi, esto es, contra quienes decidieron entregarla en adopción. Los responsables de la destrucción de Lidice, cuando fueron juzgados, recibieron penas tan leves que daría vergüenza ajena mencionarlas aquí.

Lidice revivió, ya lo creo. La propia Maria se instaló en una vivienda que le entregó el nuevo Estado checoslovaco y, llegado el momento, fundó su propia familia en los mismos campos que la vieron nacer. El pueblo de Lidice fue reconstruido y, a pesar del deseo de Hitler de borrarlo de la faz de la Tierra, se ha convertido en un símbolo que jamás será olvidado.

Concluyo con un penúltimo párrafo para sacar del olvido a otro pueblo checo que también fue arrasado por los nazis en esta oleada de destrucción. Hubo una pequeña comunidad de nueve granjas contadas y cerca de noventa personas que se llamó Lezáky, exterminada y arrasada también como represalia por la muerte de Heydrich, y de la que sólo sobrevivieron dos hermanas que fueron llevadas a Alemania por su pelo rubio.

En fin; sé que este tipo de artículos suelen escribirse con motivo de alguna efemérides. Quizás habría sido más adecuado por mi parte haber esperado al 9 de junio, fecha de la destrucción de la aldea... al 27 de mayo, cuando hirieron a Heydrich... pero a veces hay fotos que golpean con tanta fuerza, que transmiten tanto, que no he podido callarme por más tiempo las ganas de llorar, de gritar por esa pobre madre, por esa niña desarraigada, por ese padre que fue llevado a un granero y fusilado sin llegar siquera a saber por qué. Porque, cuando los poderosos inculcan la cultura del odio, del miedo al diferente, del agravio a quien no habla el mismo idioma, no profesa la misma religión o tiene la piel más oscura que tú... cuando los canallas juegan a la guerra, las balas siempre acaban dando en la piel de los más pobres. Siempre hay una Lidice esperando detrás de cada discurso de un Führer.

 

 

Antonio M. Beltrán.

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